Fernando Lostao | 15 de septiembre de 2021
La Ley Orgánica del Sistema Universitario que prepara el ministro Castells ahonda en un intervencionismo que frena la competencia y la calidad.
Programación es una de esas palabras «mágicas» que con sólo dejarla escrita parece que un problema está mucho mejor enfocado, o en vía de resolverse. Cuando la palabra se refleja en un texto legal puede dar la impresión, a los pocos incautos que queden, que los políticos por fin se han tomado una cuestión de modo serio, y que la solución está en camino.
La palabra programación la encontramos en el párrafo cuarto del artículo 81 del anteproyecto recién aprobado de Ley Orgánica del Sistema Universitario, como un mandato realizado a las Comunidades Autónomas para que regulen la oferta de las universidades de su región, públicas y privadas, que tendrá que conocer y aprobar la Conferencia General de Política Universitaria. En el párrafo quinto del mismo artículo se da la posibilidad al Gobierno, previo acuerdo dicha conferencia, de limitar el número máximo de alumnos para determinadas carreras universitarias.
Esta posibilidad última ya está contemplada en el artículo 44 de la vigente Ley Orgánica de Universidades, pero en la práctica no se ha utilizado salvo para los estudios de medicina, usando además vías indirectas poco claras. Digamos para empezar que limitar a las universidades la capacidad de admitir alumnos cuando poseen medios acreditados -humanos y materiales- para formarlos, estando además en un mundo globalizado, donde cada vez coinciden menos los lugares de estudio y trabajo, resulta ridículo, además de chocar de pleno con un buen número normas que protegen la libertad en distintos ámbitos. Como regla general, los límites a la admisión de alumnos universitarios deben estar condicionados por, única y exclusivamente, por la existencia de recursos para las actividades docentes, teóricas y prácticas, y no ya por la decisión discrecional de las administraciones, con independencia que haya sido avalada por comisiones o sesudos informes.
También esta posibilidad de programar la oferta de enseñanzas universitarias está prevista en el vigente artículo 43. 1 de la LOU, pero con el importantísimo matiz de que, con mucho más sentido, alcanza sólo a las universidades públicas.
Esta deriva intervencionista se ha reflejado también en el art. 24.2 del borrador de otra norma de la factoría Castells, en concreto del Real Decreto por el que se establece la organización de las enseñanzas universitarias, que circulo el verano del 2020, frente al que las universidades hicieron alegaciones, y del que de momento nunca más se supo, aunque podría aparecer en cualquier momento, como paso con el Real Decreto de creación y reconocimiento de Universidades, que se aprobó de modo repentino a finales del pasado mes de julio, o el proyecto de LOSU que estamos comentando.
Pues bien, el art. 24.2. de este borrador, pide a las Comunidades Autónomas que realicen: «un informe sobre la necesidad y viabilidad académica y social de la implantación del título universitario oficial (…), en el ejercicio de sus competencias sobre la programación universitaria y la ordenación del mapa de titulaciones oficiales en las Universidades de su ámbito territorial».
Aparece aquí otra expresión fetiche en la jerga administrativo universitaria: mapa de titulaciones, que, junto a la antedicha programación, y por supuesto, como no, la palabra planificación, son también muy utilizadas en la normativa universitarias de las Comunidades Autónomas. ¿Pretende Castells implantar los planes quinquenales en la universidad española, decir a cada universidad lo que puede hacer y lo que no?, ¿vamos volver a cruzar el muro de Berlín, pero está vez hacía atrás, deshacer la «perestroika» y la «glásnost»?
Para que la planificación de cualquier actividad pudiera ser imperativa en España, debería realizarse por la muy estricta vía prevista en art. 131 de la Constitución, y justificarse muy bien desde el punto de vista de la necesidad y la proporcionalidad, que deben armonizarse con la no lesión de derechos tan importantes como la autonomía universitaria y la libertad de empresa; cosa harto difícil, por cierto. No olvidemos que la actividad de las universidades, al menos de las privadas, aunque no sólo es económica, también es económica.
Lo que el sentido de las cosas impone, y el derecho exige, es que, dentro de los límites razonables, se reduzca el intervencionismo, se amplíe la libertad y la autonomía, y se fomente la competencia
Cuestión distinta es la relación del financiador con el financiado, relación que un momento determinado puede permitir a las Comunidades Autónomas exigir a las universidades públicas de su región, a las que financia ampliamente, exigir pruebas de viabilidad o eficiencia, cosa que solo ocurre muy parcialmente, porque la financiación de las universidades públicas se realiza en su mayoría por criterios de cantidad, más que exigiendo resultados o siguiendo indicadores de calidad. En cualquiera de los casos, lo que no tiene sentido ninguno es que el sistema pretenda controlar el desarrollo de las universidades privadas limitando el número de titulaciones que puede desarrollar, o de alumnos que puede admitir, exigiendo pruebas -casi siempre sin sentido porque se refieren a un territorio determinado en un mundo sin fronteras-, como la necesidad de acreditar la demanda del mercado o la empleabilidad de los egresados. Exíjaselo si quiere a las universidades que financia, pero no trate a las universidades privadas como si fueran concertadas.
Los tribunales españoles ya han empezado a limitar este intervencionismo, que en realidad Castell sólo está acentuando porque viene de mucho antes. Así la sentencia del Tribunal Constitución 74/2019, declaro nula la legislación aragonesa que prohibió la duplicidad de titulaciones universitarias previamente implantadas en los llamados campus periféricos de la universidad de Zaragoza. Otra sentencia del TC la de 31 de enero de 2019 declaró también nula la reforma de la ley de sanidad valenciana, por la que sólo los alumnos de carreras sanitarias de las universidades públicas, podían hacer prácticas en los hospitales públicos de la región.
Y en lo relativo a la exigencia de una prueba de la existencia de una demanda social, la sentencia de la Audiencia Nacional de 31 de enero de 2020, declaro nulo -entre otras disposiciones-, el artículo de la Orden aragonesa que exigía tal requisito; como también la sentencia del Tribunal del Superior de Justicia de Cantabria, de 9 de julio de 2020, declaró nulo un requisito similar exigido por el Decreto cántabro de universidades. Esta misma sentencia del TSJ de Cantabria declaró nula otra exigencia todavía mas intervencionista, que requería la acreditación de un número mínimo de alumnos para: poder autorizar la implantación de un título universitario, mantener su acreditación, o incluso para no revocar la autorización de la implantación de una carrera.
Pero no parece que en el Ministerio de Universidades hayan atendido a esta jurisprudencia, y entendido que, lo que el sentido de las cosas impone, y el derecho exige, es que, dentro de los límites razonables, se reduzca el intervencionismo, se amplíe la libertad y la autonomía, y se fomente la competencia, y que todo esto será uno de los catalizadores principales de la mejora continua de nuestra universidad, en bien de todos, incluidos sus alumnos, sus docentes e investigadores, las empresas que la necesitan, y los contribuyentes que la financian.
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